miércoles, 4 de enero de 2012

Patricio Valdés Marín



El conocimiento filosófico se debe fundamentar en el conocimiento científico, validado experimentalmente, para obtener conclusiones propiamente filosóficas que sean reales, relevantes y no contradictorias con las de la ciencia. El concepto de la complementariedad de la estructura y la fuerza es el principio de la fundamentación tanto de la filosofía como de la ciencia. Tiene la misma extensión que la noción de ser, identificándose con éste, pero se la diferencia porque es relevante para la ciencia.


El problema gnoseológico actual


La búsqueda del orden racional en una realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. Desde Tales de Mileto (630-545 a. C.), que supuso que el principio de todas las cosas del universo es el agua, la explicación para la multiplicidad y mutabilidad de las cosas que percibimos se ha centrado en torno a la naturaleza del universo y sus cosas, y no en mitos. Algún tiempo después, Parménides de Elea (530-515 a. C.) revolucionó la filosofía cuando propuso al ser como este principio fundamental: las cosas múltiples adquieren unidad por referencia a la inmutabilidad connatural del ser, constituyéndose éste, por lo tanto, en el principio de racionalidad. Pero al someterse lo múltiple a la unidad del ser, se pasa a identificar a su correlativo, lo inmutable, con lo inteligible. Parménides generaba así un doble prejuicio que ha asolado la historia de la filosofía: 1. la idea comenzó a tener existencia propia, ajena de lo que representa y hasta separada del sujeto; 2. lo verdadero es inmutable y, por tanto, estático y eterno.

La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles (384-322 a. de C.), que estaba profundamente preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad científica, el ser inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales, preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), está en su mira el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio.

Así, pues, la ciencia ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado irrelevante al ser metafísico y carente de sustento real las categorías puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados al prejuicio de una realidad sensible caótica. En consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.

Conocimiento progresivo

Al tiempo de empezar el tercer milenio de la Era cristiana, se ha apoderado la sensación en muchos científicos de que la época del descubrimiento científico, que tuvo sus inicios hace unos cuatro siglos atrás, también estuviera terminando. Pareciera que desde Copérnico y Galileo el sostenido crescendo de brillantes descubrimientos habría tenido, desde nuestro punto de vista ubicado en el presente, su apogeo con Darwin, Planck y Einstein. Para muchos pensadores recientes, las décadas que han seguido hasta ahora no han mostrado algo parecido que pudiera rivalizar con tales crea­ciones del ingenio humano cuando se enfrenta a las maravillas del universo. Desde esta novedosa perspectiva, ¿será que la naturaleza ya no contiene otros grandes misterios que develar y que la mayor parte de sus secretos nos es ya conocida? Esta pregunta tiene un trasfondo de vital importancia, por cuanto nuestra época ha dependido del descubrimiento científico para intentar dar respuesta a las interrogantes más profundas que el ser humano se hace.

Una sensación similar se produjo al finalizar el siglo XIX. Se pensó que en el conocimiento científico fundamental sólo quedaban detalles menores que dilucidar. El físico alemán, Heinrich Hertz (1857-1894), en 1887, demostró experimentalmente la validez de las ecuaciones de Maxwell respecto a la naturaleza de las ondas electromagnéticas. Supuso que el conocimiento del andamiaje físico estaba virtualmente terminado, restando sólo una cuestión en apariencia carente de mayor importancia: si la luz es una perturbación electromagnética, ¿qué es lo que queda perturbado? No podía imaginar entonces que la respuesta a esta simple pregunta produjo las revolucionarias teorías de la mecánica cuántica y de la relatividad.

Al comenzar el siglo XXI, también algunas incógnitas han quedado sin respuesta, como la naturaleza del conocimiento racional y abstracto, la explicación última de la gravitación y la compatibilidad de los dos pilares de la física del siglo XX, que son las teorías de la mecánica cuántica y de la relatividad, la síntesis de las cuales se intenta resolver en una teoría unificadora de las fuerzas fundamentales. Hasta ahora se han avanzado una gran cantidad de ideas, teorías e hipótesis, pero nada que satisfaga plenamente el rigor científico. Es posible que las teorías pendientes que den cuenta de estas incógnitas sean tan revolucionarias como las de Planck y Einstein. Sin duda, este tipo de teorías abre anchas puertas para el desarrollo del conocimiento, como subrayando que el progreso de la ciencia no es homogéneo.

Sea que el universo se nos ha desnudado en todo lo que es posible observarlo con la inteligencia de seres humanos, sea que nuestro conocimiento de aquél esté radicalmente incompleto, la historia se caracteriza justamente por intensos desarrollos temporales que, mientras se viven como si en eso consistiera la existencia, parecieran que nunca tendrán fin. Así, otros periodos de ella, que se suponía que no acabarían jamás, han quedado registrados en sus páginas sin vida. Refirámonos, por ejemplo, a las invasiones germánicas que trajeron siglos de tinieblas a nuestra cultura, o a la edad de los descubrimientos geográficos que brindaron epopeyas, penurias y riquezas, mientras extendían el espacio del ámbito occidental y contactaban una diversidad de pueblos, culturas y razas de otras latitudes, o al género de la ópera que debe su sublime expresión a unos pocos compositores (Donizetti, Gluck, Mozart, Puccini, Rossini, Verdi, Wagner y otros pocos más), principalmente de la segunda mitad del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX. No obstante esta constante histórica, todavía es probablemente pronto para afirmar algo que aún es futuro, y la idea del término de la edad científica no es más que especulación sin base alguna.

Cualquiera que sea el caso, si el turno de quedar impresa en las páginas de la historia le ha llegado a la ciencia o, lo que es altamente probable, si la humanidad se verá recurrentemente impactada por nuevas teorías de la magnitud de la evolutiva, la cuántica o la de la relatividad, podemos decir que la brillante acción del saber científico ha transformado nuestra cultura en forma completa e irreversible, dándole al conocimiento objetivo tradicional, que des­cansaba en la filosofía ―y también en la teología— un tan fuerte remezón que a muchos parece del todo evidente que el segundo dejó de existir o que su discurso no tiene sentido alguno.

Conocimiento frustrado

Sin embargo, nos parece que a pesar de su crítica completamente devastadora sobre la filosofía, la ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como totalidad y unidad siempre permanecerá inasible. De hecho no sólo no ha sido capaz de dar respuesta satisfactoria a las preguntas que más nos inquietan, sino que su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la existencia a través del conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo, consiguiendo sólo que el prosaico e interesado comercio, con su implacable publicidad, se encargue de decirnos a cada instante qué es la felicidad y cómo alcanzarla, mientras la identifica con ninguna otra cosa que no sea el consumo de algún producto de la economía, incluidos los temas científicos de moda, como agujeros negros, dinosaurios, vida extraterrestre, y los pseudo científicos, como la Atlántida, Pié Grande, el Triángulo de las Bermudas, el tarot, Nessie y otras banalidades que apasionan a multitudes.

El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia terminará por darnos las respuestas a las preguntas más profundas, como indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, y otras preguntas aún más fundamentales como también más abstractas, como qué son el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la suposición que cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado la luz. El mito científico es que recopilando y analizando datos y más datos ad infinitum a través de la observación y la experimentación, se podrá progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Tan temprano como Roger Bacon y mucho después los positivistas ingleses, hasta desembocar en el empirismo de nuestros días, la cultura contemporánea ha seguido fielmente el sendero trazado por aquellos que aborrecen cualquier atisbo de abstracción y teoría. Probablemente se encuentre también en la idea de Descartes por la cual el conocimiento se hace más universal en la medida que se van conociendo más puntos de su res extensa de una sola escala.

Ya en 1959, un conocido ensayista y físico británico, C. P. Snow (1905-1980), describió en su libro Two Cultures el fenómeno de la coexistencia en nuestra cultura de dos discursos enteramente distintos sobre la misma realidad. Resal­tando la divergencia que existía entre el discurso filosófico y el discurso científico, indicaba que cada uno de ellos producía una apreciación y una actitud muy característica sobre el uni­verso y las cosas. El tránsito de un discurso al otro era difícil para una misma persona que recibía una marcada impronta, depen­diendo del énfasis en el tipo de formación académica que había adquirido y de sus intereses y aptitudes, si “humanista” o “mate­mática”.
Desde entonces, en la cultura occidental, a causa de su acele­rado ímpetu la ciencia se ha superpuesto a la filosofía respecto al conocimiento objetivo. En la actualidad, ella ha llegado virtualmente a suplantarla, liderando el ámbito intelec­tual.

La paradoja es que en una cultura científica el sustento del andamiaje científico no puede ser establecido sólidamente debido a su ideología positivista que le impide valorar la necesidad de la abstracción y la teoría. Resultaría ridículo pensar ahora que de la observación de la caída de una vulgar manzana Newton intuiría la ley de la gravitación universal, o que Darwin, de observar picos de pinzones de las islas Galápagos, abstraería la teoría de la evolución biológica, y que estas teorías fueran aceptadas rápida y universalmente. Ambos pertenecieron a una cultura cuando la abstracción y la filosofía eran valoradas. De aquella época surgen también los conceptos que ahora la ciencia utiliza acríticamente, como materia, energía, espacio, tiempo, movimiento, cambio, causa, etc. También ahora los editores, entre otros, se encargan de indicarnos qué es lo propio o lo impropio del conocimiento que compartimos, siendo la abstracción algo atávico. Sin embargo, son justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos pueden proporcionar tales respuestas.

Es claro que el sustento filosófico de la cosmología contemporánea descansa en la teoría general de la relatividad de Einstein, y los científicos adecuan servilmente sus descubrimientos cosmológicos al zapato chino einsteniano. Así, en vez de hacer el esfuerzo de criticar esta teoría, buscan explicaciones fantásticas, como materia oscura, energía oscura, etc., para no contradecir lo que es venerado como vaca sagrada. Pero es perfectamente posible repudiarla de modo similar a como la teoría heliocéntrica superó a la geocéntrica, porque desechó certeramente los datos bíblicos que contenía por no ser científicos. Ciertamente no es difícil indicar que Einstein está equivocado, pero la conformidad con lo establecido es más fuerte. De otra forma, esos científicos ya no podrían obtener puestos de trabajo, sueldos, reconocimiento y prestigio, ni gastar cifras astronómicas en satélites y observatorios astronómicos.

Hacia una solución

Aunque se llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en análisis de datos, en esta escala seguiremos siendo muy ignorantes. La sabiduría se puede alcanzar sólo tras hacer funcionar nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y lo que nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. En la pura escala de las relaciones de causa efecto entre cosas, de las descripciones de cosas, del ordenamiento de cosas, de la evolución de cosas no es posible llegar al entendimiento que demanda nuestro cuestionar más profundo. El mundo conceptual más penetrante es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas cada vez más universales. Esto no quiere decir que la referencia del mundo conceptual con el mundo real sea menor, ya que la pluralidad de cosas individuales posee un ordenamiento o una unidad que el pensamiento abstracto es capaz de desentrañar.

La unidad de las cosas del universo puede ser descubierta, ya que todas estas cosas del mundo real no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determinadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertenecen a distintas escalas incluyentes. Esta unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, tal como la ciencia ha venido descubriendo, las cosas poseen unidad por sí mismas: todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo específico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.

Las consecuencias en la sociedad, la economía y la política de valorar sólo la cultura científica y el positivismo que la acompaña son enormes, en especial si consideramos que la revolución tecnológica es fruto de la ciencia moderna. Lo que pocos perciben es que el capital nutre a la ciencia y la tecnología para dominar. Por ejemplo, el capital –ahora casi exclusivamente privado– invierte en ciencia y tecnología para suplantar trabajo y adquirir mayores ventajas comparativas. La relación capital-trabajo es la base de la injusticia más extraordinaria, ya que mientras siempre hay oferta de trabajo, siempre hay demanda por capital. Si el trabajo llega a encarecerse, nueva tecnología lo llega a reemplazar. De su know how –capital invertido en tecnología–, protegido jurídicamente por patentes, se valen las transnacionales para dominar las naciones. Estos derechos posibilitan buenos matrimonios con el capital privado, protegido a su vez por la parte mayoritaria de la legalidad que rige cada país. En fin, invirtiendo en tecnología y ciencia de la publicidad, el capital logra dominar la voluntad de los consumidores, mientras el inhumano y pragmático neoliberalismo ha llegado a reducir toda actividad humana al mercado.

Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura, el saber objetivo, ya en el dominio filosófico, se enfrenta a dos problemas correlacionados. Uno de ellos se refiere a la más completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de hallar su racionalidad. La razón de que este sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual tradicional (léase idealismo, racionalismo, existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas absolutas de conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales, destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del conocimiento empírico. El otro problema tiene que ver con la compatibilidad de tal posible sistema con la unificación del saber, de modo que no pueda producirse alguna contradicción con el nuevo y deslumbrante conocimiento científico.

De lo anterior, nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución científica, y el reconocimiento que el puro saber científico no puede reemplazar el saber filosófico. Los escritores que describen el fenómeno posmodernista destacan que la realidad para nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación racional posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y emociones carentes de sentido y, en consecuencia, resistentes a una comprensión totalizadora, negándose, por tanto, nuestra posibilidad para conocerla. La razón que estos escritores aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales, sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer esta explicación de orden comunicacional, podemos pensar, por el contrario, que en el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece desintegrada.

Es claro que las teorías científicas construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora del universo, intento que produjo muchas noches de insomnio a Einstein. Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio universal y necesario que pueda producir un orden racional para todas las cosas, como pretendió serlo el concepto de ser, aunque, como dijimos más arriba, tampoco dicho principio podrá ser contradictorio con el conocimiento científico.

La complementariedad

En el curso de este ensayo, procuraré mostrar que la complementariedad “estructura-fuerza” constituye el principio universal, unificador y ordenador de las cosas que está urgentemente en demanda. Veremos, por una parte, que dicha complementariedad no contradice el concepto del ser metafísico, sino que lo hace justamente compatible para la ciencia. Por la otra, veremos también que ella resulta ser el producto de lo develado por la ciencia referido a la causalidad y a las leyes universales de la naturaleza, pero en una escala superior, aquélla que posee la trascendentalidad de lo universal y lo necesario. Desde esta nueva perspectiva, las teorías científicas podrán obtener su significación en vista al conjunto del universo, superando la profunda contradicción epistemológica contemporánea que subraya el hecho de que aunque aumente la incontable cantidad de datos informáticos y análisis científicos correspondientes a la n potencia, no se podrá alcanzar nunca la racionalidad última de las cosas en la pura escala del conocimiento científico.

Esta tesis estructura-fuerza no es ni esencialista ni reduccionista, y se presenta como la única salida al pesimismo, al escepticismo y al relativismo en la que está sumergida nuestra cultura “postmoderna”, pues ella puede representar el universo en su totalidad y reencontrarle el sentido que ha ido perdiendo con la degradación de la filosofía y la conciencia más clara sobre la limitación de la ciencia. Los conceptos estructura y fuerza no constituyen novedad alguna. Lo que creo que es nuevo es su unión y su identificación con el ser de la metafísica tradicional. Mediante esta nueva perspectiva, se adquiere la clave que puede abrirnos la comprensión del universo y del hombre.

Veremos que la multiplicidad de cosas adquiere unidad en la complementariedad de la estructura y la fuerza, porque cada cosa es estructura y fuerza a la vez, y porque todas ellas tienen un origen único en la materia y la energía, se transforman unas en otras, se afectan entre sí, y son partes unas de otras dentro de escalas estructurales progresivas. Ciertamente, nosotros percibimos que las cosas del universo son mutables. De ahí la ciencia concluye que la relación causal es una fuerza que transforma la energía y produce el cambio, y que todo cambio es energía en transformación que obedece a fuerzas que se pueden determinar. También veremos que mientras el origen de la fuerza es siempre la funcionalidad de la estructura, el producto del cambio es la estructuración y la desestructuración de la materia y, en el curso de la evolución del universo, su estructuración en escalas progresivamente más complejas y funcionales.

A la vez, las cosas son inteligibles sin perder su condición de mutables. La racionalidad en las cosas no la impone la razón; está en ellas mismas. La razón puede encontrar la racionalidad en las cosas del mismo modo como el ojo ve los objetos. El filósofo empirista inglés del siglo XVII, Jorge Berkeley (1685-1753), más a tono con el prejuicio racionalista, supuso que el ojo ilumina los objetos. Por el contrario, sabemos ahora que el ojo recibe no sólo la luz emitida por los objetos, sino que, además, está adaptado para ver la luz. De la misma manera la razón está adaptada para conocer las cosas, siendo las ideas que ella produce sus representaciones más o menos fieles. Las cosas múltiples adquieren racionalidad cuando las relacionamos naturalmente en nuestra mente, abstracta y racional, en forma ontológica y lógica. Por su parte, la mutabilidad de alguna cosa adquiere racionalidad cuando conocemos su relación causal, es decir, cuando conocemos la causa del cambio.

Veremos que el universo no es solamente el contenedor de las cosas como referente espacio-temporal, como tampoco es únicamente el campo espacio-temporal de la causalidad entre las cosas. El universo resulta ser principalmente el desarrollo espacio-temporal de la interacción fuerza-estructura que produce la estructuración de la materia. Cuando hablamos de estructuras y fuerzas, descubrimos también funciones y escalas. Veremos, por lo tanto, que las cosas se relacionan entre sí causalmente de dos maneras: entre cosas dentro de una misma escala, y jerárquicamente cuando están referidas a una cosa de escala superior que las contiene.

En consecuencia, este ensayo pretende presentar tanto una gran teoría general del universo como los verdaderos ejes universales que permiten la comprensión de la realidad en forma sistemática y unificada. Por ello, persigue nada menos que entregar la clave para comprender la realidad del universo.

Probablemente, un ensayo de la naturaleza expuesta no es para nada habitual, considerando que en nuestra época pareciera que no es de buen gusto intentar responder a las preguntas más fundamentales. Ya vimos que algunos suponen que la ciencia tendrá algún día dichas respuestas, mientras creen que la función de los pensadores es sólo proseguir planteando las preguntas. Otros estiman que simplemente es imposible llegar a tener una comprensión última de la realidad. Y así se está reeditando una era similar a la de los sofistas de la Grecia antigua, o a la de la preescolástica del filósofo francés. Pedro Abelardo (1079-1142), para quien cualquier pregunta era susceptible de tener simultáneamente respuestas perfectamente contradictorias y válidas a la vez.

Probablemente, el prejuicio del racionalismo de identificar la verdad con ideas claras y distintas nos ha impedido responder a las preguntas más fundamentales de la existencia. Estas preguntas se pueden responder en escalas muy elevadas del pensamiento abstracto, propias de la metafísica. En estas escalas del conocimiento, que necesariamente incluye innumerables relaciones causales de todo tipo y trascendentales relaciones ontológicas, la verdad se presenta tan compleja que nuestras capacidades intelectuales se ven muy exigidas por la empresa. Es precisamente éste el esfuerzo que nuestra época demanda, más que el ir rellenando el homogéneo e infinito espacio informático con más bits de información en un atosiga­miento de datos que no tienen por qué producir sabiduría alguna.

Considero que este ensayo no es una investigación que profundiza materias específicas, para las cuales las fuentes son también muy específicas, sino que es principalmente una reflexión vasta acerca del ser humano y las cosas del universo basada en el conocimiento corriente. Son reflexiones en las cuales lo cotidiano y lo conocido han sido ordenados sistemáticamente según los ejes de la estructura y la fuerza, que dan la clave para que la realidad sea no sólo más inteligible, sino menos contradictoria. Pretendemos levantar la bandera que Aristóteles, en su Metafísica, izó cuando señaló que la filosofía es el amor a aquella sabiduría que se pregunta por lo primero y más fundamental de las cosas, y se lo pregunta a impulsos de un amor desinteresado por la verdad y el conocimiento, tal como de hecho se practicó en la mejor tradición metafísica y ética de Occidente desde Tales de Mileto. Esperemos que la clave de la complementariedad de la estructura y la fuerza permita replantearlo todo para llegar a formular conclusiones más significativas que novedosas.


Condiciones de la complementariedad  


Del mismo modo como Aristóteles afirmaba que toda idea parte de la experiencia sensible, se puede aseverar análogamente que todo cono­cimiento filosófico relevante se debe fundamentar en el conocimiento científico para que sus premisas tengan, en último término, la validez experimental propia de una proposición a posteriori. Esto es, la filosofía puede y debe hacer depender sus juicios transcendentales, que pretenden ser universales y necesarios, no de premisas a priori, sino de las conclusiones a posteriori de la ciencia, aunque con ello el carácter absoluto que acostumbramos esperar de una proposición filosófica se deba sacrificar transitoriamente mientras la ciencia termine por descubrir la ley natural detrás de una proposición científica.

En una perspectiva filosófica realista, liberada de la dualidad espíritu-materia, es fundamental que los términos de un juicio transcendental provengan de su íntimo contacto con la realidad, y no de exquisitas elucubraciones de compleja y vana lógica, hechas además por una mente encerrada puramente en su propio subjetivismo. La dependencia de la filosofía en la ciencia se hace necesaria, no sólo si pretendemos que la intuición sintética y unificadora de una filosofía no pueda contener elementos contradictorios con hechos validados experimentalmente, sino, principalmente, si queremos referirnos de modo apropiado acerca de la realidad. Adicionalmente es conveniente considerar que las relaciones causales, que constituyen el objeto material de la ciencia, son el fundamento de las leyes científicas, y éstas poseen un carácter absoluto en cuanto son deterministas y se refieren al modo de funcionamiento del universo y sus cosas.

Debemos considerar además que la demostración científica amplifica la experiencia sensible al emplear una rigurosa metodología experimental para acercarse al fenómeno, al poseer un sofisticado instrumental de experimentación y observación, y al confeccionar modelos matemáticos para la comprensión del fenómeno. Estas tres propiedades en conjunto superan lejos la pura experiencia sensorial, y pueden reproducir artificialmente la causalidad natural. Por lo tanto, el punto de partida de la filosofía, aunque privativo de ella, debe ser, por una parte, validado por la ciencia y, por la otra, puede ser enriquecido por la misma. Gracias a la ciencia, que ha aportado una nueva y más profunda perspectiva de la naturaleza, la realidad que contempla esta renovada filosofía ha adquirido dimensiones más objetivas.

Aunque pueda repugnar a un filósofo la idea de depender de la ciencia, puesto que tradicionalmente la segunda ha estado subordinada a la filosofía, uno de los propósitos de este ensayo es justamente reivindicar la legitimidad de la filosofía frente al ímpetu incontenible de la ciencia. Por lo demás, este objetivo principal no es otro que la consecuencia lógica de intentar fundar la verdad filosófica en la experiencia sensible, tal como el mismo Aristóteles insistía. En nuestro caso, la experiencia es validada por la ciencia, pues su método es una garantía de certeza para ella, y a partir de ella podemos construir enseguida una filosofía verdadera que responda a la realidad.

En la actualidad, la postura razonable debe ser necesariamen­te distinta de la que tuvo que adoptar Roger Bacon (¿1214?-1294) en su tiempo, cuando era la filosofía la que dominaba sin contrapeso. Este quería liberar la ciencia del vasallaje que imponía una filosofía puramente racionalista y darle una identidad propia. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón nos permite sacar conclusiones, pero no nos proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el camino de la experiencia”. Y ahora no podemos negar la extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método empírico en el conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad.

Sin embargo, la dependencia del conocimiento filosófico a partir del conocimiento científico no es ni lineal ni pertenece a la misma escala. Lo que es significativo de la ciencia para el conocimiento filosófico se refiere tanto a la relación causal, que da cuenta de todo el acontecer del universo, como también a las leyes científicas, que son válidas para todo el universo. Por su parte, la filosofía se desenvuelve dentro de las relaciones ontológicas más abstractas que nuestra mente efectúa. Así, pues, la vinculación crítica entre relaciones causales y relaciones ontológicas puede generar una filosofía que nos sea relevante y se refiera a la realidad. Por lo tanto, el hecho de que las relaciones causales, que explican el cambio de las cosas, obedezcan a leyes universales posibles de ser conoci­das constituye el fundamento para una verdadera filosofía, pues nos está diciendo qué son las cosas en sí. (Las relaciones ontológicas y las relaciones causales han sido tratadas extensamente en mi libro El pensamiento humano. Ref. http://penhum.blogspot.com/).

En consecuencia, si resulta imperativo restituir la filosofía al ámbito que le pertenece por función, al mismo tiempo se hace necesario descubrir para ella un fundamento que sea también el fundamento de la ciencia. Solamente, un fundamento que posea tal objetivo podrá hacer coherente la filosofía para la ciencia y la ciencia para la filosofía, y permitir que rija el principio de no contradicción en la unidad conceptual que abarca la totalidad del universo. Por ello, aquel fundamento debe reunir las características de ser tanto el punto de partida de cada una de ambas disciplinas del saber objetivo como su punto de encuentro. Además, este punto debe poseer el imprescindible papel de arbitrar en las contradicciones que puedan emerger. El presente ensayo tiene justamente por objeto proponer, analizar y aplicar tal fundamento.


Del ser a la complementariedad


Los aspectos más sencillos y simples de las cosas no suelen llamarnos la atención. Por el contrario, lo corriente es que pasen desapercibidos frente a sucesos más extraordinarios; y sin embargo, en ellos podemos justamente encontrar la racionalidad de las cosas. Ya los primeros filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir la significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, supuso que la clave de las cosas, aquello que podría conferir unidad a partir de la multiplicidad y mutabilidad de ellas, es el agua, la que él consideró ser el elemento constitutivo de todas aquéllas. Había observado que el agua se evapora, haciéndose gas, y también se solidifica al congelarse. Sucesores suyos creyeron encontrar tal clave en los cuatro elementos reputados de transmutables: el aire, el agua, la tierra y el fuego. Estas materias supuestamente elementales podrían explicar la diversidad y el cambio en la unidad. Más tarde, otros confiaron tenerla en las hipotéticas partículas indivisibles o “átomos”, unidades últimas y más pequeñas que, agregadas y combinadas, constituyen la pluralidad y la variedad de cosas del universo. Después, otros más supusieron que la explicación de todo reside en la calidad mítica de los números.

Posteriormente, en el quehacer filosófico de conocer el fundamento último de las cosas se descubrió la idea del “ser”, noción que resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser adquirió una doble dimensión. En tanto existe, es múltiple y mutable. Pero en cuanto es, posee esencia. Esta última lo hace uno con todos los demás entes. Por tanto, en cuanto es, el ser es uno e inmutable. Así, pues, el ser comprende la necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo: las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad.

Esto tiene dos implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo, por el hecho de que puedan relacionarse en el ser, las cosas se nos hacen inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser, podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del cero para las matemáticas.

Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir el fundamento del discurso filosófico. Pero desde el comienzo existió un problema de fondo insalvable: la noción del ser presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones causales. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde la certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no conduzca hacia la irrealidad absoluta.

Ciertamente, el descubrimiento griego de que todas las cosas son, lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser, fue un logro formidable. Sin embargo, desde este punto de partida no se ha logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada individuo humano.

Buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple, las soluciones filosóficas propuestas tradicionalmente han sido principalmente dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material. Pero también han aparecido soluciones dialécticas. Así, J. G. Hegel (1779-1831), intentando obtener la verdad absoluta a partir de la contradictoriedad propia del caos, propuso, en el primer tercio del siglo XIX, la resolución de la oposición de los contrarios en una síntesis integradora. Este mismo esquema fue utilizado posteriormente por Carlos Marx (1818-1883), pero para dar cuenta de la totalidad del fenómeno socioeconómico. Últimamente se habla de la dialógica, que consiste en una asociación de instancias antagónicas, pero que son conjuntamente necesarias para la existencia, el funcionamiento y el desarrollo de un fenómeno organizado, que trata específicamente de ciertos fenómenos propios de sistemas biológicos homeostáticos y retroalimentativos, como si fuera algo que perteneciera a la totalidad de los fenómenos del universo.

La ciencia, que parte de la observación y la experimentación de fenómenos que ocurren en la realidad concreta, cuida mucho ser objetiva en sus juicios y conclusiones, y no puede, desde luego, aceptar la pretensión de una metafísica idealista o una nominalista. No puede permitir que una verdad no refleje con la mayor fidelidad posible la realidad objetiva. No está dispuesta a aceptar elaboraciones mentales artificiosas que pretenden explicar la realidad a partir de juicios puramente a priori. Y para la ciencia la realidad objetiva se encuentra justamente en la mutabilidad y la multiplicidad, las cuales son explicables únicamente por la causalidad.

Por lo tanto, el problema de fondo de la filosofía tradicional es que la noción de ser, en cuanto ente inteligible, no puede explicar el cambio, que es el producto de la relación causal. El cambio, que contiene lo múltiple y lo mutable, no puede ser comprendido dentro del ser abstracto para constituir conceptos universales, pues por definición son incompatibles. Y sin embargo, por la relación causal, que analiza justamente el cambio, nosotros podemos no sólo conocer objetivamente cómo son el universo y sus cosas, que es el objeto material de la ciencia, sino que también por la relación ontológica que resulta de considerar la funcionalidad de las cosas, podemos conocer objetivamente por qué las cosas son, que es el objeto material de la filosofía. Siguiendo esta idea, a continuación propondré una solución a este problema que ha dividido el conocimiento objetivo en dos campos irreconciliables del saber: la filosofía y la ciencia.


La complementariedad estructura fuerza


El fundamento único tanto de la filosofía como de la ciencia que nos propondremos buscar ahora debe también cumplir tanto con las exigencias que se atribuyen al ser del discurso filosófico como con la explicación de la causalidad que requiere el discurso científico. Así, por parte de la filosofía, debe cumplir con el requisito de transcendentalidad que posee el "ser", pues debe ser también tan necesario y universal que posea la clave para la comprensión del universo. Si careciera de cualquiera de ambos requisitos, no podría aspirar a la transcendentalidad y representar con necesidad la totalidad de las cosas del universo. Por parte de la ciencia debe cumplir con la explicación de la causalidad (me refiero exclusivamente a la causa eficiente aristotélica) que demanda el cambio.

Renato Descartes (1596-1650) desarrolló su sistema filosófico a partir de ideas “claras y distintas”, encontrando que la primera de ellas es “cogito ergo sum”. Supuso sensatamente que si es posible una construcción filosófica válida, ésta debe fundamentarse sobre premisas sólidas. Él supuso también, aunque no tan sensatamente, que estas ideas debían responder justamente al requisito de ser claras y distintas. El problema principal de su sistema es que su punto de partida fue eminente­mente subjetivo. Hizo depender la existencia del individuo de su pensamiento individual. Donde Descartes se equivocó fue en el orden causal de su primera “idea clara y distinta”. Así, el “existo porque pienso” debe ser cambiado por el “pienso porque existo”. En efecto, el pensar es una función de nuestra estructura humana, específicamente de la estructura cerebral. No obstante, en el sentido de atrapar lo fundamental de la realidad, intentaré imitar su ejemplo para afirmar que el fundamento que, en nuestro caso, se destaca nítidamente para los andamiajes tanto de la filosofía como de la ciencia es la complementariedad de la “estructura” y la “fuerza”. Como señaló una vez el distinguido etólogo británico, William H. Thorpe (1902-1986): “algún fenómeno enteramente corriente revelará, como la caída de la manzana de Newton, una significación no soñada pero obvia a partir de ese momento”.

Podría indicar a Empédocles de Agrigento (495/490-435/439 a. C.) como el precursor de esta complementariedad. En el siglo V a. de C., él postuló al agua, el aire, la tierra y el fuego como los cuatro elementos que constituyen todas las cosas según determinadas mezclas, y a dos fuerzas, el amor y el odio, que mezclan y separan respectivamente estos elementos para crearlas y destruirlas.

Nuestra complementariedad no es un dualismo más para explicar la complejidad natural del universo, como las conocidas dicotomías “bien-mal”, “yin-yang” (que son dos fuerzas fundamentales opuestas y complementarias, que se encontrarían en todas las cosas), “materia-espíritu”, etc. Comprobaré en lo que sigue de este ensayo que esta complementariedad es por parte de la filosofía tan universal y necesaria –tan trascendental– para todas las cosas del universo como el mismo ser. En realidad, se identifica plenamente con el ser del discurso de la filosofía tradicional; y no porque el ser pueda predicarse de la fuerza y de la estructura, sino porque ambas son complementarias del ser como el anverso y el reverso de una hoja: una cosa no es o fuerza o estructura, sino ambas simultáneamente. Ambas corresponden al ser desmenuzado en su intimidad, a un desdoblamiento único y necesario del propio ser.

Una aparentemente fecunda línea de pensamiento, el existencialismo, opone el ser a la nada. La pregunta existencialista “¿por qué hay algo más bien que nada?” no puede ser respondida por la filosofía del ser. Las conclusiones lógicas de esta filosofía defraudan por lo tautológicas. En cambio, la complementariedad, al entender que el universo no es ontológico, es decir de cosas indistintas y separadas, sino que de fuerzas y estructuras, no deja posibilidad para el ser o la nada.

Las cosas son, no porque participen en algún grado del ser, como supuso santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274), sino porque están constituidas por partículas fundamentales en la primera escala de estructuración (entendiendo por partícula fundamental la “condensación” de la energía primigenia en la escala fundamental de masa y carga eléctrica) y porque son emisores y receptores de fuerzas. Esto es, la unidad de las cosas proviene del hecho de que éstas están estructuradas por el mismo tipo de partículas fundamentales, lo que las hace ser tan funcionales en el universo que lo constituyen en su fundamento, y por lo que se afectan unas a otras. Descartes había manifestado que la substancia, esto es, su res extensa, es extensión. Juan Locke (1632-1704), no deseando quedarse en lo puro matemático o geométrico, añadió la impenetrabilidad o solidez de los cuerpos. Gottfried W. Leibniz (1646-1716) intuyó que la realidad de la substancia es aún algo más: es actividad, acción, fuerza, por lo que la definió como ser capaz de acción, siendo la acción una suma de fuerzas. Leibniz fue el primero en acercarse a uno de los dos elementos de la complementariedad.

La complementariedad está subrayando que las cosas son estructuraciones de la fuerza primigenia, que contienen estructuras de escalas inferiores como sus subestructuras o unidades discretas, hasta llegar a las mismas partículas fundamentales, y que generan fuerzas. Así, respecto a la estructura, la complementariedad es analógica, y respecto a la fuerza, ella es incluyente. Lo que la hace universal es que la fuerza complementaria proviene de las cuatro fuerzas fundamentales conocidas del universo que emanan de la estructura subatómica fundamental. De ahí que la complementariedad sea válida desde el mundo microscópico, a partir de las partículas subatómicas fundamentales, hasta el mundo macroscópico que llega a confundirse con la totalidad del universo.

Entonces, la clave para entender la complementariedad es la siguiente: mientras una estructura es el modo específicamente funcional que tiene la fuerza para manifestarse, la fuerza actualiza su funcionalidad. Esto significa que la complementariedad no sólo rompe el ideal de unidad y autonomía ontológica que la tradición filosófica ha sostenido desde Parménides, sino que el ser mismo está constituido por dos componentes que son interconvertibles. El ser uno de Parménides se desdobla en dos componentes: la fuerza y la estructura, y entre ambos se genera el cambio que percibía Heráclito. Por parte de la filosofía, esta complementariedad es tan universal y necesaria como el mismo ser, puesto que se predica necesaria y absolutamente de todas las cosas. Por parte de la ciencia, la complementariedad explica el cambio. Por la relación entre la estructura y la fuerza surge la función. Todas las cosas son funcionales en cuanto pueden ejercer de causa o de efecto. La funcionalidad explica por qué las cosas pueden relacionarse entre sí afectándose mutuamente; y esto mismo constituye el fundamento de la causalidad, dato primero de la ciencia.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde a la Introducción y al Capítulo 1, “Ser y complementariedad”, del libro III, La clave del universo, http://claveuniverso.blogspot.com.